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Ciudad sitiada

(Cuento en tiempo de pandemia)


a Clarice Lispector


Salió de casa como todos los días en los que su número de identidad la dejaba salir. Se había convertido en un número. Estaba harta de estar en casa, al mismo tiempo que cansada de salir a las mismas calles. Pensó en todo lo que tenía que hacer pues la salida tenía que rendir al máximo. Hacer compras era prioridad, pero no más que sentir el viento moviendo sus cabellos o el sol sobre su piel.


Abrió la puerta y salió.


Había poca gente en las calles, y las pocas personas que veía parecían distraídas, medio perdidas en sus mandados. Todos apurados, concentrados en sí mismos, en sus objetivos. Comprar esto y aquello, encontrar eso y eso más. Todos con miedo de todos y de sí mismos.


De pronto sintió que alguien la miraba, levantó la cabeza para ver mejor y descubrió que en la acera del frente todo tenía una transparencia azul. Se tocó los ojos, aunque estaba prohibido, porque no podía ser… ¿Cómo era posible que todo fuera de otro color en la acera del frente?


Perdió la cuenta y de pronto se vio cruzando la calle. En un movimiento, casi mecánico, estaba dentro. Del otro lado.


Al otro lado escuchó los pájaros, el tren pasando lejos, gente hablando, sus propios pasos y hasta su cabello mecido por el viento. -¡Qué raro!- pensó… Solo por curiosidad volvió sobre sus pasos y bajó de la acera nuevamente. Primero se concentró en la niebla azul frente a sus ojos, notó que no la tocaba y después con sorpresa, con horror, descubrió que no había sonido alguno de ese lado de la acera donde vivía hace ya mucho tiempo. Solo un fondo mudo de acciones mecánicas, un circo sin vida.


Para comprobar si aquello era, subió nuevamente la acera y confirmó que era cierto: alguien la miraba. Buscó alrededor, no había nadie, respiró profundo, como no lo había hecho hace tiempo, y sintió que le acariciaban el cuello. Una caricia fresca, prolongada, bajaba hacia sus hombros adentrándola más y más en la niebla. Cerró los ojos y sintió un calor suave y dulce, una seguridad de ser con otro. ¿Dónde estaba?, ¿qué era?


Miró alrededor, le parecía increíble que nadie más notará lo que ella estaba experimentando, tenía que haber alguien más sintiendo aquello. Se esforzó por decir algo, pero las palabras no venían, parecía que se habían quedado al otro lado de la calle. Sin palabras no podía moverse y se sintió por fin libre.


Cerró los ojos nuevamente, saltó por encima del nombre, y se dejó llevar de oído por un grillo. Caminó las calles y las plazas teñidas de un azul que al adentrarse se hacía más intenso. El sonido se detuvo en un parque, ella decidió abrir los ojos para ver que sucedía y la sorprendió el murmullo de los árboles enredándose entre sus dedos y la voz poderosa de un río que la besó en los labios. Era un beso infinito que le recordó el tiempo en el que la gente podía tocarse.


Seducida, decidió adentrarse en el bramar del río y se dejó llevar por esa voz que le hablaba en piedras. Caminó sintiendo, dispuesta a perderse, caminó sin miedo. Dejó que el sonido bajará de sus hombros a sus senos, que le besara las curvas del cuello y la cintura, que le tomará las caderas, entrará en ella hasta imprimir su peso sobre su espalda. Abrió los ojos y se escuchó desnuda entre las piedras. Quiso perderse para siempre, pero recordó a las personas al otro lado de la acera, en la cuarentena bíblica de sus días, en el silencio de sus vidas.


Se vistió despacio, percibiendo atenta todos los sonidos olor a naranja, cerró los ojos y caminó de regreso a casa. Al cruzar la acera pensó: “En el cielo aprender es ver; en la tierra es acordarse”.

5 de abril 2020


© BAGG del libro de cuentos

Variación (sobre un mismo tema) y Fuga (del Centro de Orientación Femenina)



Bartolomeo Cavarozzi “Canasta de uvas” / Palais Dorotheum, Viena

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