Fuga
- Lily Asmar
- Nov 11, 2022
- 6 min read
(del Centro de Orientación Femenina)
a Lydia Cabrera
No sé por dónde empezar mi historia, quizá por la tarde aquella en la que mi padre nos dejó explicando, como si fuéramos idiotas, que no nos dejaba a nosotros sino a mi madre. O quizá sea mejor contar la parte en la que se nos acabó el dinero y nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina, comedor, escritorio, etc., por ser la única mesa de la casa, y pusimos todo el dinero que traíamos encima para ver si alcanzábamos a comprar algo de comer. Pero al lector le gustan más las historias mágicas, sobre lugares paradisiacos…, entonces la mejor manera de vender esta historia sería contar cómo pasé mi niñez en un pueblo del sur de los Yungas durmiendo en el cuarto en el que se hacía secar la hoja sagrada de la coca.
Acostumbrada al calor y a los mosquitos, solía concentrarme en el olor penetrante de la coca recién cosechada. Mi cama apoyada a una de las paredes daba de frente a la colina de hojas que olorosa reposaba en empinada cumbre. Despertábamos temprano para caminar a la escuela que quedaba a cuatro kilómetros de casa y al regreso teníamos que hacer la tarea mientras atendíamos la pequeña tienda de abarrotes que nos ayudaba a sobrevivir cuando en el campo el clima decidía: este año no. Así pasábamos los días entre la escuela, la tienda y el río al que íbamos siempre que podíamos para quitarnos el calor y conocer el pulso del mundo. Nadie hubiera sospechado entonces que la ambición de mi padre nos iba a arrancar del pueblo, llevándonos tan lejos que necesitaríamos de toda la magia posible para volver.
Nunca realizado con su destino de campesino, mi padre dejó que con apenas quince conociera la pobreza y el hambre. Tan pronto desapareció, mis tres hermanos varones dejaron la casa en busca de trabajo en la ciudad y sólo quedamos mamá, Ninfa que para entonces tenía nueve, Trini de seis y yo. Sí, fuimos nosotras, con nuestras cortas fuerzas quienes aquella tarde pusimos el dinero sobre la mesa, como se pone la coca, para ver nuestro destino.
Después de venderlo todo mamá decidió que todas debíamos trasladarnos a la ciudad y salir a trabajar. Ya en La Paz, hacinadas en un cuarto dos por dos de Villa Fátima todas hacíamos lo que nuestras buenas fuerzas podían. Trini cuidaba coches, lavaba platos y regaba jardines; Ninfa era niñera de una señora de la zona Sur que muchas veces nos miraba como quien mira un perro, y yo buscaba de todo, pero sin mucha suerte. Ya estaba grande para ser minibusera y pequeña para ser empleada doméstica. Me sentía mal de ver a mis hermanas menores ganándose el pan y alimentándonos y las más grandes que si bien queríamos trabajar no encontrábamos nada.
Un día mamá enfermó y ya no se trataba de encontrar comida sino de poder comprar los medicamentos. A punto de morirse de una enfermedad curable, una vecina mía que trabajaba en el barrio Rosa me dio la solución a todos nuestros problemas.
- Busca al Negro y dile que puedes llevar uno de sus paquetes desde los Yungas hasta Guayaramerín en la frontera con el Brasil.
Decir que no sabía en lo que me estaba metiendo sería mentir y si bien ahora, después de tanto, todavía me asaltan los escrúpulos; en ese momento frente la inminente muerte de mi madre y la orfandad sólo me puse mi mejor ropa y repetí la frase al Negro quien después de mirarme me dio la mitad del pago y todos los pasajes hasta el destino final. ¿Por qué no busqué a mi padre o a mis hermanos? Porque la enfermedad no iba a esperar que los halle, les explique, y, porque en el fondo, no quería confirmar que no están, que nunca estuvieron, que mucho antes de dejarnos ya nos habían dejado, y que cuando se deja no hay retorno posible mismo que se regrese.
A la gente se le ocurre que uno puede lograrlo si deberás lo quiere, créanme que yo quise, deseé con todo. Gente convencida, de misa de domingo y hasta de miércoles con una piedra en cada mano para victimizar a quien es desde siempre y por principio víctima. Basta de pensar que este es un mundo de oportunidades. Basta de pensar que quien obra de una determinada manera lo hace por capricho. La noche antes del viaje planché, doblé y guardé todo lo que yo era y quería ser para poder seguir.
Ni la policía de narcóticos que encontró el paquete entre mis cosas, ni la señora que viajaba a mi lado en el bus, ni los turistas que me veían con curiosidad morbosa, ni las monjas que se pusieron a rezar por mi alma, ni ustedes queridos y desocupados lectores, podrán entender mis razones porque son y serán siempre solo mías. ¡Qué me juzgue quien haya respirado por mí y habitado mi cuerpo! Aquél que desee dejar morir a su propia madre que lance la primera piedra.
Al Negro no le pasó nada, ni va a pasarle nada nunca, a los jefes del Negro mucho menos. Es a nosotros a quienes nos pasan las cosas. Sé que mamá salió de la clínica y decidió regresar al pueblo con mis hermanas para que ellas no corran con la misma suerte que me tocó correr. Antes de partir vino a visitarme y a pesar de ella vi que también me juzga. Esperaba que yo hubiese obrado mejor… Esa piedra que llevamos todos dentro y que no nos deja caminar por la vida sin peso. No pude ver a mis hermanas porque disque tenían mucho que hacer antes del viaje y en el momento de la despedida no pude decirle a mi madre que la amaba y que estaba perdonada por todo, incluso por no poder amarme a pesar de haber devenido esta otra persona que un día tuvo que decidirlo todo. Quedé sola en el Centro de Orientación Femenina, condenada por absolutamente todos. Fue entonces cuando decidí fugar.
El primer día soñé con el río en el que tantas veces me había bañado. El segundo día y por un tiempo me dediqué a recorrer el río entre dormida y despierta. La actividad de visualizar el río consumía mis días y casi sin darme cuenta pasaba la mayor parte del día sumergida en sus aguas. Decidí nombrar el río: RÍO, y de pronto lo vi a la orilla de mi celda. Como una puerta que se abre, vi que me miraba y pensé en todas las veces que puse mis pies sobre sus piedras y en cómo el agua fría, llena de minerales viejos cultivados en las cumbres nevadas, me bañaban en sales. Recordé la tarde en la que un amigo de infancia me preguntó si sabía nadar… a mí que soy agua y que ahora mismo me hago espuma.
Primero caminé sin mucho plan sólo sintiendo. Quería que el agua moldeara mi cintura. La idea de dejar que la corriente me lleve, esa apareció mucho más tarde cuando como en sueños la mujer con la que compartía la celda me gritó desde la orilla que si daba un paso más no habría retorno.
En un segundo de conciencia pensé en mirar atrás y volver sobre mis pasos, pero la magia de la corriente ya había formado un remolino con mis cabellos. “Sirena de remolino” me había llamado también hace ya mucho una de las mujeres de mi pueblo. Me dejé llevar como paseando y después en frenético baile con el río. Girando vi de lejos a mi compañera gritando horrorizada y luego… fue volar. Mi cuerpo dando tumbos recorría a gran velocidad el río que de pronto se convertía en cascada empinada. Cuando me vi en el aire pensé, todavía a ciegas, que podía sumergirme en las aguas profundas y sobrevivir; pero giré para ver mi destino y sólo alcancé a ver que la pendiente de agua terminaba en masivas rocas… entonces: sentí el olor profundo de la hoja de coca y con él regresaron mis hermanas y mi madre, pensé en cuánto las amaba y seguí cayendo en fuga… pronunciando una a una las palabras: por fin libre.
©BAGG del libro de cuentos
Variación (sobre un mismo tema) y Fuga (del Centro de Orientación Femenina)

Edwin Deakin “Flame Tokay Grapes” / De Young Museum, San Francisco
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